A veces me excito sintiendo mi promiscuidad en las letras,
mientras voy devorando renglones sin masticar. Los engullo buscando una
relajada digestión en la que degusto mi ilusión.
Otras, en cambio, me cuestiono cada vez que giro sobre mis
pasos, me pierdo pisando charcos y maldiciendo cada tilde que mi pluma ha escupido.
Hay momentos sensacionales, en los que me balanceo de
izquierda a derecha, dejando que las ideas desciendan plácidamente por mi brazo
hasta el papel, posándose taciturnas, y dibujando en su reflejo una leve
sonrisa a mi rostro. Son ocasiones en las que después de un coma insondable,
con un leve chascar de dedos, comienza a escucharse una melodía armoniosa donde
antes sólo hubo silencio y recelo.
Pero lo más habitual, es que el ensayo acabe en frustrante
error iracundo de difícil asimilación, obstruyendo mi orgullo y dejándolo en un
profundo vacío literario. Las palabras me esquivan, torean mi obstinación y sacuden
mi vanidad.
Y es que por momentos caigo, y me quedo en el suelo, por
momentos me levanto, e incluso llego a levitar. A veces escribo con los ojos
cerrados, y otras el hastío seca la tinta que alguna vez llegó a tener un
triste sabor salado.
A veces me olvido de las letras, observando como el folio encoge.
Y otras, simplemente dejo que sea el lápiz el que alumbre mi vereda. Escribo
por necesidad y algunas veces lo hago por placer.
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